Lunes, 09 enero 2023
El ex presidente no entregó los atributos del poder en Brasil y eso alentó a sus fanáticos a atacar al Gobierno. El riesgo de deterioro democrático que también acecha a los dirigentes argentinos
“¿Está la democracia estadounidense en peligro? Es una pregunta que jamás pensamos que nos formularíamos”.
Así comienza el ensayo “Como mueren las democracias”, uno de los estudios más interesantes sobre el impacto de los engendros populistas sobre los gobiernos democráticos de todo el planeta.
Los escribieron dos profesores de Harvard, los estadounidenses Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, y lo publicaron en 2018, justo en la mitad del terremoto que produjo la gestión de Donald Trump. Es el resultado de 15 años de investigación en los que evaluaron la sangrienta dictadura de Augusto Pinochet en Chile; estudiaron el fenómeno chavista en Venezuela y el de Daniel Ortega en Nicaragüa; el proyecto autoritario de Erdogan en Turquía y el personalismo en algunos países de Europa del Este. Todo para encontrarle respuestas al desafío populista de Trump en EE.UU.
Puede ser solo un buen entretenimiento académico hasta que, como sucedió este domingo en Brasil, estalla un intento de golpe de Estado contra el flamante gobierno de Lula llevado a cabo por simpatizantes muy exaltados de Jair Bolsonaro. Los ataques y la ocupación al Palacio del Planalto, al edificio del Parlamento y a la Corte Suprema de Justicia son el mensaje más poderoso que ha recibido la dirigencia argentina cuando nuestra democracia se dispone a ¿celebrar? los cuarenta años de su restauración.
Brasil no es solo el país más grande, el más habitado e influyente de América Latina. Es nuestro principal socio comercial y es, o debería ser, la gran puerta de conexión hacia la Unión Europea. Una posibilidad que estaba vedada con Bolsonaro y que volvía a generar alguna expectativa con la victoria de Lula, más allá de su ideología o de sus cuentas todavía pendientes con la Justicia.
Intento de golpe de Estado contra el flamante gobierno de Lula (REUTERS/Ueslei Marcelino)
Lo interesante del libro de los profesores Levitsky y Ziblatt es que cambian una idea establecida sobre los golpes de estado. Dejan de lado el mito de que se producían a través de levantamientos militares o revoluciones. El populismo ha ido reemplazando aquellos mecanismos por una estrategia de lento debilitamiento de las instituciones. Golpean a las democracias con tres misiles.
– Atacan el sistema jurídico. Demonizan a la Justicia.
– Denigran y desprestigian a la prensa y a los medios de comunicación. Los periodistas son los enemigos.
– Dinamitan cualquier posibilidad de diálogo político. El que negocia con el adversario es débil. La confrontación pasa a ser la herramienta más indicada para acumular poder.
No hace falta haber hecho ninguna investigación académica para adivinar en que país se están dando esas tres condiciones que marcan los autores de “Cómo mueren las democracias”. Basta con leer las noticias de los últimos cinco días, de los últimos cinco meses o los últimos cinco años. La democracia argentina está bajo fuego permanente. La exaltación de Brasil está al otro lado de la frontera, y la chance de contagiarnos está ahí nomás.
En pleno año electoral, el cruce de mensajes para tratar de capitalizar la conmoción en Brasil ocupó el atardecer y la noche del domingo. Alberto Fernández, quien se arroga la prioridad de la amistad de Lula para furia de Cristina Kirchner, fue el primero en opinar públicamente de la invasión bolsonarista en Brasilia.
El Presidente recordó su pésima relación con Bolsonaro y criticó a “los fantasmas golpistas que la derecha promueve”. La presunción izquierdista de Alberto es una constante en su fantasía de política exterior. Hay que reconocerle que, además de desconcertar al peronismo, con su auto percepción ideológica consigue encender la indignación de todo el Instituto Patria.
La oposición también reaccionó siguiendo una lógica que se repite en los últimos años. Horacio Rodríguez Larreta salió rápido a repudiar los ataques y a solidarizarse con el gobierno de Lula, lo mismo que varios dirigentes y legisladores del PRO y la UCR.
Mauricio Macri se pronunció en términos parecidos, pero le agregó un dato personal: recordó el ataque violento que el kirchnerismo y la izquierda hicieron a fines de 2017 contra el Congreso por un proyecto de reforma jubilatoria. “Primero destruirán las instituciones, pero después destruirán la libertad y la vida”, advirtió el ex presidente. Evidentemente, las catorce toneladas de piedras de aquella jornada siguen en su memoria.
También marcó un gesto de diferenciación Patricia Bullrich, quien le respondió directamente al Presidente. “Demócratas con otros países y autoritarios acá; el día que retire el pedido de juicio político a la Corte, puede opinar sobre lo que sucede en Brasil”, contraatacó la ex ministra de Seguridad, quien se metió de lleno con la ofensiva que el Gobierno ha radicalizado contra la Justicia. Muy atenta a lo que cree que piensan sus potenciales votantes, Bullrich no felicitó a Lula el día de su ajustado triunfo.
Pero fue Cristina Kirchner quien eligió llevar su evaluación de la crisis brasileña al escenario de la política internacional que tanto le atrae. Para la Vicepresidenta, lo ocurrido en Brasilia reflejó “con exactitud” la toma del Capitolio que el 6 de enero de 2021 perpetraron otros fanáticos, en este caso, los de Donald Trump.
Claro que Cristina no podía dejar pasar otras cuestiones. En lo que ya es un clásico de los últimos meses, adjudicó el episodio de Brasil a “los discursos del odio en medios de comunicación y en las redes sociales”. Y agregó una alusión al atentado contra su persona en septiembre. “La estigmatización del que no piensa igual, hasta querer incluso suprimir su vida”, escribió en Twitter, encontrando un espacio de protagonismo en la crisis regional.
Hubiera sido una excelente oportunidad para la autocrítica de la Vicepresidenta. Porque si hay un huevo de la serpiente en el riesgo que acecha a la democracia argentina, se lo puede encontrar fácilmente en el calendario. El 10 de diciembre de 2015, Cristina Kirchner prefirió no entregarle el bastón de mando a Macri, como si su sucesor en la presidencia no tuviera la legitimidad democrática que le otorgó la victoria en las urnas.
Cristina jamás se arrepintió de aquella zancadilla, muy similar a la que Bolsonaro acaba de hacerle a Lula hace apenas una semana. Todo indica que ese momento de autocrítica nunca llegará.
Cristina kirchner en 2015 no particpó del acto de jura del Presidente Mauricio Macri (Adrián Escandar)
La ofensiva contra la Corte Suprema de Justicia, la misma que deberá opinar en última instancia sobre la condena judicial a seis años de prisión que pesa sobre Cristina Kirchner por la causa Vialidad, es el eje de su estrategia. La siguen con docilidad Alberto Fernández y la mayoría de los gobernadores peronistas.
A Sergio Massa le toca caminar por la cornisa. Le prometió al kirchnerismo que los tres diputados del Frente Renovador acompañarán en comisión el pedido de juicio político a los cuatro supremos, pero la cuestión lo incomoda. Preferiría no tener que pasar por la instancia de que tengan que votar y así quedar expuesto. El ataque a la Justicia, junto con la demonización de la prensa y la condena del diálogo político son las tres herramientas que Levitsky y Ziblatt le adjudican a los populistas en su libro.Son los grandes responsables de “como mueren las democracias”.
Es importante remarcar que, para Alberto y Cristina, los populismos golpistas son los de derecha. Por eso, la ineficacia y el desprecio por la democracia que han mostrado Trump y Bolsonaro les caía perfecto para justificar su teoría. El problema para el kirchnerismo son los populismos de izquierda. Como el golpe que quiso perpetrar en diciembre pasado el peruano Pedro Castillo, que comenzó queriendo reemplazar al Congreso y luego a la Corte Suprema de su país, pero terminó preso.
Tampoco responde a la ecuación “derecha = populismo” la persecución que el gobierno de Pedro Arce y Evo Morales están llevando a cabo contra el gobernador de Santa Cruz de la Sierra, Luis Fernando Camacho. El dirigente opositor está detenido desde el 28 de diciembre, acusado de haber intentado un golpe de estado en 2019. En aquel momento, y luego de las protestas que pusieron en crisis al gobierno de Evo por presunto fraude electoral, lo reemplazó la senadora Jeanine Añez, que meses después convocó a elecciones presidenciales. Apenas repuesto en el poder, el gobierno de Arce y Morales encarceló a Añez al igual que ahora lo hace con Camaño. Como en la década del ´80, Sudamérica ha vuelto a convertirse en un tembladeral político.
Los gobiernos de izquierda de Gustavo Petro en Colombia, y el de Gabriel Boric en Chile, están soportando conflictos sociales y manifestaciones de protestas en las calles. Lo mismo le ocurre a la gestión de Guillermo Lasso en Ecuador, en este caso tratándose de un proyecto claramente de derecha. La inestabilidad política es un riesgo para las democracias de América Latina, cualquiera sea el signo político de turno.
El ataque al gobierno de Lula en Brasilia tuvo, además de dramatismo, una cuota asombrosa de humor. El tuit que se llevó el premio García Márquez al realismo mágico fue el del cubano Miguel Díaz-Canel, segundo en el poder detrás de Raúl Castro.
“Condenamos enérgicamente los actos violentos y antidemocráticos que ocurren en Brasil, con el objetivo de generar caos e irrespetar la voluntad popular expresada con la elección del presidente Lula”, dijo el presidente de una dictadura que no se somete a elecciones libres, que reprime con violencia cualquier atisbo de oposición y que lleva 65 años en el poder.
La Argentina, aún con sus penurias económicas y sus miserias sociales, ha logrado mantener en pie el respeto a algunos fallos de la Justicia, la aceptación de los resultados electorales y ha conservado una cuota, a veces mínima, de diálogo político.
El 30 de octubre, justo en medio de una nueva definición electoral, el país estará cumpliendo 40 años de democracia restaurada. Aquella con la que Raúl Alfonsín decía que se comía, se curaba y se educaba. Ahora sabemos que, desde entonces, la salud y la educación se han deteriorado a niveles dramáticos. Y que más de la mitad de los argentinos comen salteado.
Quizás no todo esté perdido. Quedan todavía algunos resortes institucionales que deberíamos cuidar entre todos y ciertos retazos de tolerancia. Los mínimos para no terminar en el listado melancólico de las democracias que se dejan morir.