Lunes, 01 mayo 2023
En tiempos bravos, festejar la posibilidad de tener un trabajo no deja de ser una bendición, y aunque siempre ha sido duro el campo laboral argentino hubo un momento histórico que la legislación exigía presentar un documento que constatará la ocupación.
Lo decía Martín Fierro: “Debe trabajar el hombre para ganarse su pan, pues la miseria en su afán de perseguir de mil modos, llama a la puerta de todos y entra en la del haragán». En tiempos bravos, festejar la posibilidad de tener un trabajo no deja de ser una bendición, y aunque siempre ha sido duro el campo laboral argentino hubo un momento histórico que la legislación exigía presentar un documento que constatará la ocupación. Había que tener un trabajo registrado; y el que no pudiera mostrar la “papeleta de conchabo” seguro le esperaría la suerte de marchar preso y “repimporotear” al calabozo, como exclamaba el comisario del pueblo de Trulala.
“El conchabo” implicaba un vínculo entre un operario con un patrón. Era obligatorio en las zonas rurales y podía ser exigido por las autoridades políticas, militares o policiales de la zona, por lo cual todo “changarín”, trabajador “golondrina” o gaucho debía poseerla para no exponerse a terminar en un calabozo.
La extensión de la “papeleta de conchabo” tenía una vigencia de tres meses y fue usada en forma abusiva y arbitraría muchas veces, pues la relación de patrón-peón marcaba un vínculo de directa dependencia social, económica y política de uno para con el otro, convirtiéndose en un régimen prácticamente feudal. La precarización laboral se transformaba en una sumisión política que llegaba en tiempos de contiendas electorales, a que el patrón dispusiera de la documentación para inscribir en los padrones electorales a la peonada a su gusto y antojo. Eran tiempos del voto censitario donde el registro electoral contemplaba y habilitaba para votar solamente a los que se habían ido a empadronar.
El que no cumplía el requisito de estar asociado a una estancia o emprendimiento productivo era considerado “vago”. Lo complejo en esa época fueron los tendenciosos abusos de la patronal y las sanciones. La condena prevista por vagancia era ir “a la milicia”, o sea formar parte de los ejércitos regulares de línea durante varios años. El destino, por ejemplo, podía ser una campaña de guerra o un fortín de frontera. En caso de que el infractor no gozara de las condiciones de salud requeridas para el servicio militar se lo obligaba a cumplir servicios públicos sin sueldo por el doble de los años previstos.
Desde tiempos de la colonia
“Porque yo no quiero trabajar /no quiero ir a estudiar / no me quiero casar /en la cabeza tenía, la voz de mi viejo / que me sonaba como un rulo de tambor”. Y más allá de la “re popular” canción de los contemporáneos Auténticos Decadentes, si algún músico de la vieja España hubiera compuesto esa letra en tiempos coloniales hubieran estado en muy serios problemas.
La vagancia era considerada un delito gravísimo en España desde el siglo XVI, y su castigo llegaba desde torturas hasta la pena de muerte. Fue la lucha contra “los vagos” lo que hizo que en 1692 se estableciera la ley del servicio militar obligatorio como castigo a la vagancia en la península.
Mientras tanto, en el Río de la Plata la “papeleta de conchabo” fue establecida oficialmente al principio del gobierno del virrey Rafael de Sobremonte (1745 – 1827) y duró hasta finales del siglo XIX. Un juez debía validar con su firma el documento, mientras que el sellado de “la papeleta” era pagado al cabildo de la ciudad de la cual perteneciera el contratado. Obvio, por el empleado.
Pero la norma de Sobremonte contaba con un antecedente directo y fue cuando José Andonaegui (1685 – 1761), por entonces gobernador del Río de la Plata sancionó en 1745 un bando que disponía de 15 días para que todos los indígenas y negros de la ciudad y la campaña consiguieran un trabajo, caso contrario podrían recibir una pena de 100 azotes y ser condenados a dos años de cárcel en la penitenciaria de Montevideo. Con el tiempo la persecución se generalizó, no solo alcanzó a indios y negros, sino que se extendió a criollos de la pampa que no demostrarán poseer un oficio o una propiedad.
Guerras de la independencia y la ley de levas
Cuando las guerras independentistas se empezaron a prolongar, los gobiernos de turno comenzaron a incorporar soldados provenientes de los ámbitos rurales. Fue así, que el gobernador de Buenos Aires, Manuel Luis de Oliden, decretó en 1815 un bando que consideró a todo hombre que no tuviera una casa o una propiedad como un “sirviente o peón”. En síntesis: si ese sirviente o peón no estaban en situación de dependencia era considerado “vago y mal entretenido”.
Y fue Martín Rodríguez quien contempló “la práctica como un eficaz instrumento para aumentar las filas del ejército”, extendiéndose luego la normativa a todas las provincias. Una de las últimas provincias en instrumentar “la papeleta de conchabo” fue Mendoza. Recién llegará a tener forma legal en la provincia cuyana en 1855 durante el segundo gobierno de Pedro Pascual Segura, quien paralelamente sancionó también “la papeleta de desconchabo” que debía ser confeccionada por los patrones que dejaban cesantes a los peones para que pudieran buscarse otro empleo en un plazo de tres días.
Era jodido ser “vago” en esos tiempos; y si bien siempre existió una sanción ética y social sobre el vago y el holgazán, el concepto con el tiempo se fue relajando (aceleradamente) bastante, a tal punto que aquel viejísimo refrán de nuestros abuelos parece rejuvenecerse día a día: “a fuerza de afanes, mantienen los laboriosos a los holgazanes”.