Viernes, 13 de diciembre de 2024
Mientras muchos sirios aún buscan a miles de familiares desaparecidos, en las calles de la capital aún se siente el clima de convulsión por la caída del dictador
AMASCO.- Esa sensación desconocida de libertad, algo jamás vivido por muchos; ganas de volver a la normalidad, de volver a comenzar, de protagonizar otro capítulo de historia. Pero también, el horror, el espanto de un pasado de atrocidades, de centenares de miles de desaparecidos, de abusos y vejaciones que salen a flote, acompañadas por lágrimas; sentimientos de venganza y reclamos de justicia.
Esta combinación de emociones es lo que se respira en estos días en una Damasco aún convulsionada después de la hasta hace poco inimaginable salida del país de Bashar Al-Assad, cuyo despiadado régimen cayó en menos de dos semanas, como un castillo de naipes. Los milicianos islamistas de Hayat Tahrir al-Sham (HTS), llegados desde el norte y respaldados por Turquía, casi no tuvieron que combatir para derrocar al gobierno.
Funeral y manifestación
“¡Nafi li al abad!” (¡Nada es para siempre!), gritan, pasado el mediodía, miles de personas de todas las edades, que llevan carteles con las fotos de personas desaparecidas, congregadas en la mezquita de Abd al-Rahman Ibn Awf. Es el último saludo a Mazen al-Hamadeh, pionero de la primavera árabe “siria” de 2011 y gran acusador de Al-Assad después de un exilio forzado a los Países Bajos, en 2013. Gracias a la ayuda de un excarcelero que documentó todas las torturas, Al-Hamadeh obligó a Europa y a Estados Unidos tomar nota de los crímenes del régimen. Después, en 2020, este activista de derechos humanos decidió volver a su patria, “donde puedo ser más útil”. Pero cuando regresó -aunque, al parecer, había recibido garantías de que iba a poder trabajar en paz- se sumó a una lista de los desaparecidos sirios apenas aterrizó en Damasco. Su cuerpo, casi irreconocible debido a la violencia sufrida, fue encontrado el lunes pasado en las celdas secretas de Sednaya, la prisión que se volvió el símbolo de décadas de represión.
Envuelto en la nueva bandera siria, su féretro es acompañado en procesión por una multitud impresionante, que no sólo grita, en coro, como en una némesis colectiva, “¡Nafi li al abad!” sino también “¡Libertad, libertad, te guste o no Al-Assad!”.
El funeral es la primera gran manifestación que hay en Damasco desde la liberación del domingo. Además de llevar fotos de desaparecidos -muchos jóvenes acusados por haber participado de protestas como esta- y demás víctimas del régimen que murieron como mártires, como Al-Hamadeh, la multitud también lleva carteles con consignas claras, como “Sí a una Siria libre y democrática” y “Siria para todos los sirios”.
Entre ráfagas de kalshnikovs, olor a pólvora y centenares de personas de todas las edades con celular en mano que quieren sumarse a esa catarsis colectiva, se oye también el clásico grito de “¡Allahu Akbar!” (”Dios es grande”) de los musulmanes. Pero es entonado muchas más veces otro coro: “¡Levanta la cabeza porque sos un sirio y sos un sirio libre!” y el de “¡Nafi li al abad!”.
“Me siento como en la luna, no podemos creer esto, no podemos creer lo que vemos ahora, es como un sueño que se ha hecho realidad”, dice a el periodista, eufórico, Hani Had al-Jauri, un contador de 36 años que también está allí y que dice que una manifestación de este tipo antes hubiera terminado en una matanza.
¿No teme lo que vendrá ahora con islamistas en el poder que aparecen moderados pero que nadie sabe qué harán? “Bueno, hay algunas preocupaciones por el futuro político de este país, pero cualquier cosa que pueda venir en el futuro va a ser mejor que el régimen de Al-Assad”, contesta, sin dudar. Según cuenta, hace una semana en Damasco todo era totalmente distinto. “Sospechábamos que, como el régimen de Assad y su gobierno sabían que iban a ser derrocados, iban a cometer una masacre más en Damasco, temíamos que no se quieran ir sin combatir, sino haciendo otra de sus monstruosidades”, asegura.
Coincide Ibrahim Hazaa, estudiante de medicina de la Universidad de Damasco, de 23 años. “La semana pasada fue un poco un caos, fue un poco como un dominó porque todo se iba cayendo (las ciudades del norte de Damasco) y había expectativa de que algo iba a pasar”, reconoce. “No puedo decir que sabía que iba a pasar, pero tenía una pequeña vela de esperanza de que íbamos a ver el día de la libertad y acá estamos”, dice, entusiasmadísimo.
“¿Cómo me siento? Apabullado, estamos todos apabullados de alegría: esto nos parecía imposible, pero tenemos de nuevo libertad. Siria era como una gran prisión, ahora ya tenemos libertad, nos podemos expresar y podemos hacerlo todos los sirios, de cualquier origen y creencia: estábamos todos en una gran prisión y ahora estamos libres”, suma. “La libertad es un lujo, nunca supimos lo que era la libertad, ahora todo el mundo acá está contento, ves alegría, libertad, antes veías a todos tristes, deprimidos. Esto es nuevo para nosotros, esto es un lujo”, insiste.
Afuera del hospital Al-Mujtahed, que queda unas cuadras más allá, el ambiente es totalmente distinto y nadie piensa en esa libertad recuperada. Como en una peregrinación lúgubre, decenas de personas se acercan para ver si, en una de las fotos pegadas de cadáveres imposibles de identificar traídos desde la tristemente célebre prisión de Sednaya, también llamada “el matadero humano”, se encuentra uno de sus familiares desaparecidos.
“De la cárcel sacaron a 200 personas vivas, la mayoría en muy mal estado, con terribles enfermedades, los han llevado a diversos hospitales y acá, de muchísimos cadáveres sólo 35 fueron identificados. Muchos otros no pudieron ser reconocidos por las torturas y por eso pusimos esas fotos afuera”, explica Ahmed Zalamat, médico del nosocomio. Mujeres vestidas de negro con el pelo tapado se acercan a una pared que se ha vuelto otro lugar de peregrinación de la nueva Siria. En la pared figuran las listas con los nombres de los cadáveres llegados desde Sednaya identificados y las fotos de quienes, en cambio, como estaban irreconocibles por las torturas, siguen siendo NN. Algunos tocan con la mano la foto de ese rostro desfigurado que, aunque no es el hijo, hermano o marido que busca y que sigue desaparecido, necesita una caricia.
“No sabemos nada, si están muertos, si están vivos, si fueron torturados”, llora Najib, que muestra en una fotocopia de colores las fotos de sus dos hermanos. “Assad los mató”, denuncia.
En medio de los llantos, un grupo de estudiantes de medicina llega al hospital con bolsas llenas de croissant. “Son para entregarle a los médicos, que desde hace tres días están trabajando sin parar, bajo una presión enorme, por identificar a todos los que sacaron de Sednaya”, explica Karam al-Mikavi, estudiante de medicina de 19 años, que habla en español. “Es nuestra pequeña ayuda en este momento”, agrega.
Frente al hospital cada persona tiene una historia execrable para contar. Hammad, de 40 años y que también busca a un hermano mayor del que no sabe nada desde 2014, cuenta que él estuvo 7 años en diversas cárceles de Siria y 6 meses en la de Sednaya. ¿Por qué? Por ser oriundo de Idlib, una ciudad rebelde, dice. Logró salir porque un familiar se enteró dónde estaba detenido y pagó muchísimo dinero. Él también fue torturado. “Tengo marcas en todo el cuerpo, usaban los peores instrumentos, electricidad, barras de hierro, nos colgaban, aunque lo peor era que éramos muchísimos en un espacio tan pequeño que había que estar parados”, grafica, al destacar que cuando salió de la cárcel recién conoció a su primer hijo, entonces de 7 años y que ahora tiene 12. ¿Qué pasará ahora con los torturadores? “Van a tener que vivir esa misma experiencia que viví yo y van a tener que pagar con la justicia. Toda persona que fue parte de esto tiene que ser juzgada… Podrían haber elegido estar de un lado o del otro y podrían haberse dicho que no”.