Viernes, 21 de febrero de 2025
Se cumplió una década del comienzo del juicio por el asesinato de la adolescente a manos del portero del edificio donde vivía junto a su familia. El encargado intentó violarla y la joven se resistió. Terminó asfixiándola y la tiró a un contenedor de basura
Ángeles Rawson tenía apenas catorce años cuando vio en la televisión la noticia del secuestro seguido de muerte de Candela Rodríguez, la niña de Hurlingham, raptada el 22 de agosto de 2011 y encontrada muerta nueve días después en el interior de una bolsa negra. Indignada enseguida publicó en su muro de Facebook: “Señores políticos, no queremos más Candelas”, escribió con una mezcla de bronca y profunda tristeza.
Casi dos años más tarde, el 10 de junio de 2013, ya con dieciséis años, su destino fue el mismo a manos del portero de su edificio de Ravignani 2360, Jorge Mangeri. El hombre apelando a la confianza que existía intentó violarla cuando la joven llegó a las 9.50 horas de esa mañana, luego de su clase de educación física cuando cursaba el cuarto año del Instituto Virgen del Valle de Colegiales.
Las huellas de la defensa de Ángeles
El encargado no pudo cumplir con su cometido nada más que porque la niña se resistió al ataque con todas sus fuerzas, lo que provocó la ira del agresor que la terminó asfixiando hasta dejarla sin vida. Pero ella tanto clavó sus uñas de los dedos índice, anular y mayor de la mano derecha en el cuerpo del homicida, que terminó dejando una prueba decisiva para inculparlo y condenarlo a prisión perpetua como terminó ocurriendo, por ser autor penalmente responsable del delito de “femicidio, en concurso ideal con los delitos de abuso sexual y homicidio agravado por su comisión críminis causa, estos últimos en concurso material entre sí”.
El cadáver fue hallado en el CEAMSE de José León Suárez por uno de los empleados que no podía creer lo que estaba viendo, y en ese momento se encontraba en una de las cintas de clasificación de residuos. Todo fue estupor en la planta entre gritos y desesperación. Además del cuerpo ultrajado y golpeado por toda la mecánica que implicó el traslado, su madre, Jimena Aduriz, luego en la morgue judicial debió reconocer otros elementos que aparecieron como su DNI, una zapatilla Topper negra de su pie derecho, una campera, una polera verde con el logo de la escuela y una remera blanca.
A propósito, su madre supo confiarle a este cronista entre lágrimas en una dura entrevista: ”Cuando la ví y la reconocí no podía creer que fuera ella. Me descompuse por el horror que me causó. Yo que la cuidaba tanto. Pero quería tenerla frente a mí. Hasta le sugerí a mis hijos que también lo hicieran. Es que cuando murió mi papá muy joven no quise verlo y por eso jamás pude cerrar ese duelo. El cuerpito de mi hija estuvo dentro mío, ¿sabés lo que eso significa? Además teníamos una relación hermosa, muy compinche. Te confieso también que si me hubiesen contado a tiempo que ella apareció en el CEAMSE me iba directo para allí sin dudarlo”.
Jimena contó también que cuando arribó a la fiscalía como lo hizo toda su familia ante tremenda noticia, a uno de los primeros que alcanzó a divisar en medio del nerviosismo fue al propio Mangeri, quien hasta ese momento iba a declarar como testigo. Sintió que era una cara conocida, amiga. Y lo saludó con afecto, besándolo en la mejilla. Además rememoró que en infinidad de oportunidades le pidió por favor si le podía abrir la puerta del edificio y la del propio departamento A de la planta baja donde vivía junto a sus hijos porque habían extraviado u olvidado la llave, y él las tenía como hombre de confianza durante los once años que vivieron allí.
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Era la noche posterior el crimen y Mangeri la miraba sin verla. Por su cabeza pasaba una y otra vez todo lo que había hecho. Transpiraba frío. El día anterior para deshacerse de Ángeles sujetó el cuerpo con varias sogas con las que la maniató por el cuello, tobillos y muñecas. No fue todo, además puso en su cabeza y en sus pies bolsas del supermercado, hasta arrojarla así en un container de basura de la zona después de cargarla en el baúl de su Renault 18.
El foco en el padrastro
Mangeri de alguna manera venía esquivando las sospechas, que en principio recayeron sobre los integrantes de la propia familia de la víctima, en especial sobre Sergio Opatowski, pareja de la mamá de las últimas décadas, quien terminó resultando una persona intachable y gran compañero y contención para Jimena, la mamá de Ángeles y sus otros hijos.
Pero el portero entró en contradicciones y mentiras y se entregó solo. Dijo que ese día había estado enfermo y acompañó constancias médicas. También que cuando fue a visitar a un colega de su confianza lo cruzó un VW Polo de color negro con policías que lo amenazaron, lo presionaron para hacerse responsable del homicidio y terminaron torturándolo. Para comprobar eso mostró moretones y quemaduras en su pecho y en su panza.
La fiscal del caso, María Paula Asaro lo observó con cautela. Había llegado hasta allí porque lo fueron a buscar ya que antes cuando lo convocaron puso las mencionadas excusas para no presentarse. Como insistía acusando a los uniformados de haberlo golpeado, la funcionaria judicial pidió que intervinieran profesionales de la División Medicina Legal de la Policía Federal. Y se le complicó más la situación debido a que afirmaron que “los cortes se los podría haber causado él mismo”. O lo que fue peor, la misma víctima al defenderse de su ataque sexual. Allí casi se descompuso y expresó: “Soy el responsable de lo de Ravignani 2360; fui yo. Pero mi esposa no tuvo nada que ver en el hecho”. Con esas palabras pasó de testigo a imputado. Y se derrumbó definitivamente.
El testimonio de la esposa de Mangeri
Días después de que lo detuvieran, este cronista pudo hablar con su esposa, Diana Saettone.
–¿Que pensaron usted y su marido cuando se enteraron del crimen de Angeles?
–Cuando ella faltaba, yo pensaba: “Ojala se haya ido con alguien”. Nunca lo otro, lo más feo, creí que podría haber sido agarrada, violada.
–¿Y Jorge qué comentario hizo?
–Ninguno, porque yo le conté a él que desapareció, que la mamá me lo había dicho.
–¿Qué actitud demostró él?
–Me dijo: “¿Qué podemos hacer?”. “Mira si yo hubiese estado a esa hora por ahí la habría visto”.
-¿Ángeles venía a su casa cuando era niña?
–Sí, a jugar con mis sobrinos y a tomar la merienda. Los chicos subían a la terraza… Yo les preparaba la leche y les convidaba a ella y a su hermano. Mumi –así la llamaban en familia- tendría unos seis años.
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Mangeri, condenado
El 18 de febrero de 2015 dio comienzo el juicio oral y Mangeri fue condenado a prisión perpetua en el mes de julio. La sentencia fue confirmada por Casación y pese a que sus abogados se presentaron en queja ante la Corte Suprema, el Máximo Tribunal se negó a revisarla.
Jimena, la madre de Ángeles siempre aseguró: “No tengo dudas de que la atacó y la mató en su departamento después de cerrar la puerta. Porque no se oye nada. Para colmo la vecina del séptimo tenía el lavarropas funcionando. Por lo que pudo saberse en la autopsia, lo hizo todo muy rápido, no tardó más de diez minutos. Para mí fue en su casa; mi hija no lo hubiese acompañado al sótano y él lo sabía. Abusó también de su inocencia”. Si bien reconoce que logró perdonarlo, sí quisiera preguntarle por qué lo hizo.
Le decían Mumi cariñosamente porque le encantaban los caramelos Mumú, los de la vaquita. Había logrado el mejor promedio del cuarto año del Instituto Virgen del Valle de Colegiales y eso la tenía feliz, exultante, llena de vida… Todos la definían como contenedora, compinche, alegre, dulce compañera, confidente, única, valiente…
Le gustaba soñar, pero Jorge Mangeri se lo impidió para siempre. Hoy descansa en el cementerio Jardín de Paz junto a su abuelo y tío materno. Desde 2017 una placa le rinde homenaje en la plaza del Jacarandá, ubicada en Santa Fe y Carranza, donde solía jugar de niña. “Honramos la memoria de Ángeles y de todas las mujeres víctimas de crímenes atroces contra su dignidad, su libertad, su integridad física, moral y sexual y su vida”, reza en honor a su memoria.
Su madre contó que sus íntimos le veían aptitudes de psicóloga porque le gustaba escuchar. Y dejó una frase para recordarla siempre: “No sabés el valor que tienen para mí sus huesitos que están en el cementerio. Son tan importantes como su alma”.