Viernes, 13 enero 2023
Hubo 32 muertos por el accidente. Las mentiras del Capitán y su huída del barco. Cómo se descubrió que la mujer moldava estaba en el puente de mando en el momento de la colisión. Y cómo vive hoy en prisión
Era una polizona. Pero de lujo. Cumplía con la definición estricta de polizón para el diccionario: “El que viaja clandestinamente”. Así era. Ella no estaba en la lista de pasajeros. Tampoco en la nómina de la tripulación. Pero sí apareció entre los sobrevivientes, entre los pasajeros rescatados por la guardia costera. Pasó un tiempo, no demasiados días, para que se dieran cuenta de que se trataba de una presencia, misteriosa, al menos extraña, de su ausencia en las planillas. Lo primero que los alertó fueron declaraciones de algunos pasajeros. Había una mujer en el puente de mando en el momento de la colisión, en el instante en que la catástrofe se desató. Era joven, rubia y hermosa. Pero nadie sabía cómo se llamaba. Ante la falta de registro y según la larga tradición de relatos marinos podría haberse tratado de un fantasma pero era algo ligeramente más profano. A los pocos días los investigadores dieron con ella y entendieron la situación. Se llamaba Domnica Cemortan. Era moldava y tenía 25 años. Y era, también, la amante de Francesco Schettino, el capitán del Costa Concordia, el crucero que había naufragado a orillas de la Isla de Giglio y en el que habían muerto 32 personas y más de 100 resultaron heridas.
La colisión del crucero
El 13 de enero de 2012, once años atrás, el crucero Costa Concordia naufragó en la Toscana, muy cerca de la Isla de Giglio, un paraíso de 800 habitantes. Era uno de los cruceros más grandes del mundo; medía 290 metros de largo y 61 de alto. Contaba con 1.500 camarotes, 5 restaurants, 13 bares, teatros, casinos, discotecas, piletas de natación, jacuzzis, circuito de running y simulador de Fórmula 1 entre otras comodidades y atracciones. 4229 personas, entre pasajeros y tripulantes, iban a bordo. El capitán Francesco Schettino hizo que la nave pasara muy cerca de la Isla de Giglio. Fuera de rumbo, el crucero chocó con una gran piedra. El barco naufragó. En poco tiempo, ese gigante, esa especie de edificio flotante, quedó acostado en el agua.
El Capitán Schettino y su amante moldava en la tapa de una revista italiana
Un accidente. Trágico y muy doloroso. Al comienzo, también, algo incomprensible. Los expertos no entendían demasiadas situaciones. ¿Por qué el Costa Concordia se había desviado de su camino? ¿Cómo pudo hundirse tan rápido? ¿Por qué la reacción fue tan lenta? ¿Por qué las tareas de salvataje desde el barco fueron tan desordenadas? ¿Por qué hubo tantas víctimas si la nave se encontraba cerca de la costa? De a poco, y sin demasiado esfuerzo, los interrogantes se fueron despejando. A pocos le quedaron dudas que el Capitán Schettino tuvo la responsabilidad principal en el desastre.
En los días posteriores y con las revelaciones que surgían, Schettino se convirtió en el gran apuntado. La revista de mayor venta de Italia lo puso en tapa bajo el título de Capitán Cobarde. Fabiola Russo, la esposa de Schettino, salió a defenderlo con energía. Dijo que lo estaban utilizando como chivo expiatorio, que la empresa apuntaba hacia Francesco para eludir sus propias responsabilidades, y que la prensa sólo quería vender y puntos de rating. Fabiola afirmó que su marido era un experto navegante y que su intervención fue lo que redujo el número de víctimas, que de no haber sido por él, la catástrofe hubiera sido mayor. Pero esa defensora enfática desapareció del ojo público a los pocos días a pesar de que los periodistas empezaron a buscar su palabra más que antes. Debió refugiarse para esquivar el hostigamiento. Y la vergüenza. Se había hecho público que el capitán viajaba con su amante moldava.
El Capitán y su amante
La misma noche del naufragio, Schettino había cenado, a la vista de todo el pasaje, en el salón principal con Domnica. Después fueron a ver la monumental vista de la Isla de Giglio de noche. Era una especie de regalo para su amante. Mientras ellos apreciaban el paisaje, el Costa Concordia chocó contra las rocas.
La embarcación en el momento del golpe estaba fuera de su ruta habitual y programada. Eso tiene una explicación. Durante la tarde del 13 de enero, el maitre general del Costa Concordia fue a hablar con el Capitán Schettino. Necesitaba pedirle un favor. Dio algunas vueltas hasta que se animó. Quería que el crucero se acercara a la costa de la Isla de Giglio, su tierra natal. Quería que sus familiares y sus amigos de la infancia vieran que le había ido bien, que apreciaran el lugar en el que trabajaba. El capitán aceptó de inmediato. Schettino era afable y esos pequeños gestos de demagogia, creía él, lo fortalecían ante la tripulación. Además haría sonar las sirenas del crucero en honor a un ex capitán que ahora vivía en la isla (en el juicio Schettino dijo la maniobra era un buen 3X1: además servía de publicidad para la compañía). Desviarse de su curso original no era algo tan inusual en los cruceros y solía ser atribución exclusiva del que estaba al mando. Pero ese gesto amable, el homenaje improvisado, terminó en tragedia. La colisión con unas rocas abrió una vía en el casco y el agua y el tiempo hicieron el resto.
La misma noche del naufragio, Schettino había cenado, a la vista de todo el pasaje, en el salón principal con Domnica. Después fueron a ver la monumental vista de la Isla de Giglio de noche. Era una especie de regalo para su amante
Ya eran las 9.30 de la noche. Y sucedían todas las cosas que suceden en un crucero a casi cualquier hora. Los salones comedores estaban repletos, en el casino los croupiers acomodaban cartas en un sabot mientras las máquinas de jackpot no paraban de sonar, algún cantante que conoció tiempos mejores cantaba para un público de una euforia sobreactuada, otros seguían en las piletas de la cubierta, alguna pareja tenía sexo en un camarote, otras se peleaban, varios señores tomaban tragos gratis en soledad, unos chicos corrían detrás de una pelota mientras alguien los retaba. Y, ya sabemos, el capitán del barco y su joven acompañante disfrutaban desde el puente de mando de la hermosa Isla de Giglio iluminada como para una fiesta.
Hasta que un fuerte golpe sacudió la embarcación. Un cimbronazo que apagó las luces. Y un gran estruendo, una detonación ahogada. Después de unos segundos de incertidumbre, los miembros de la tripulación trataron de mostrarse serenos ante los pasajeros. Los que tenían más experiencia sabían que algo malo había sucedido. Nunca habían sentido semejante ruido ni experimentado un sacudón similar. Los pasajeros, en la oscuridad, perdían la calma. Todo empeoró cuando algunos notaron –y se lo comunicaron al resto- que el barco se estaba inclinando.
No había órdenes oficiales. Sólo pedidos de calma y frases de ocasión que minimizaban el problema. Los integrantes de la tripulación se fueron desvaneciendo. Cada tanto por los altoparlantes se escuchaba una voz que decía que sólo se trataba de un problema eléctrico que pronto sería solucionado. Nada más que un gran apagón. Las luces de emergencia alumbraban tibiamente la desesperación de los pasajeros que, ante la evidente escoriación del barco y el desamparo, corrían y chocaban entre sí buscando los botes y los chalecos salvavidas. Desde la costa preguntaban si pasaba algo grave. El capitán minimizó la situación durante muchos minutos.
Choque y confusión
Tiempo después del suceso apareció un video filmado con un teléfono. No se sabe quién lo grabó. El choque había ocurrido hacía una hora. En el puente de mando del Costa Concordia sólo hay confusión. Si el capitán no se hubiera hecho célebre (en inglés tienen una palabra perfecta para determinar la celebridad pero por los motivos equivocados: infamous), nadie que viera ese video podría decir que él era el que estaba al mando. Nadie da órdenes. No se toman decisiones. Sólo se ve confusión y parálisis. Y un poco de resignación. No hay discusiones. Alguien, fuera de campo, avisa que los pasajeros ya empezaron a evacuar por su cuenta. Schettino responde: “Bueno, está bien”. Unos minutos después sonó la alarma de evacuación. Una hora y trece minutos después del choque. El crucero, mientras tanto, estaba siendo, lentamente, tragado por el mar.
A partir de ese momento comenzó la evacuación. Aunque, tal vez, sería más preciso decir que lo que comenzó fue el desbande. Hubo poco organización, mala comunicación, medidas desacertadas y toma de decisiones tardías y erróneas. Nadie llevó tranquilidad. El caos tomó la escena. Por momentos parecía que cada uno de los tripulantes decidía según su propio criterio. Pero ese vacío hipotético, esa sensación se convirtió en una realidad cuando el capitán Schettino abandonó la nave antes que cientos de pasajeros y decenas de sus tripulantes.
Más allá de los delitos tipificados por el Código Penal Italiano por los que después sería juzgado, incumplió otra norma, acaso más sagrada: abandonó el barco, su barco. Mientras algunos no conseguían bote y se lanzaban con desesperación al mar, él ya estaba en la costa mirando el desastre.
Capitán sin códigos
La tradición de mar indica que el último en bajar es el que está al mando. Y a veces, ni siquiera eso alcanza. La pérdida de la nave y de las vidas de las personas a su cargo llevó a varios capitanes a quitarse la vida. No fue el caso de Schettino que privilegió la propia. Su defensa fue banal y hasta casi agraviante para la inteligencia de sus juzgadores. Dijo, sin ponerse colorado, que debido a la inclinación del barco se tropezó. Y en este caso el tropezón, sí fue caída. Porque él cayó, casualmente, sobre uno de los botes en el momento en que era descendido. Nadie le creyó.
Gregorio De Falco, el Comandante de la Capitanía de Livorno, el que desde tierra coordinaba las tareas de rescate, hablaba con el Costa Concordia, enviaba otros barcos a recoger náufragos, disponía de botes y buzos en la zona y dirigía una gran flota de helicópteros.
Un fuerte golpe sacudió la embarcación. Un cimbronazo que apagó las luces. Y un gran estruendo, una detonación ahogada. Después de unos segundos de incertidumbre, los miembros de la tripulación trataron de mostrarse serenos ante los pasajeros
De Falco contó posteriormente que las primeras conversaciones le dejaron una imagen muy positiva del capitán Schettino. Se lo escuchaba sereno y en control de la situación. Minimizaba el incidente y parecía haber evaluado el incidente con corrección. Pero de pronto se impusieron las evidencias. El barco se hundía. Esa falsa serenidad, esa negación, ese intento inútil pero persistente de ocultar sus errores hicieron que se perdiera más de una hora. Un tiempo preciado que podría haber salvado vidas.
Después se interrumpieron las comunicaciones con el barco durante 40 minutos. Nadie respondía. Desde la base llamaron a un teléfono de Schettino que casi una hora después atendió.
Es memorable esa conversación con Gregorio De Falco, que no comprendía cómo Schettino no estaba en su barco. La grabación se filtró de inmediato a los medios. El diálogo es tenso desde el principio. Desde Livorno, De Falco se presenta de nuevo y le pide a Schettino que se identifique. Luego con tono urgido le dice que en la parte de proa hay una escalera de soga, que se dirija hacia ella y que vuelva a subir al barco. Schettino, con toda tranquilidad, le dice que está dirigiendo las tareas de rescate desde la lancha que lo sacó del mar. De Falco se impacienta. Le ordena que suba, que hay gente atrapada. Que desde allí informe si son chicos, mujeres o ancianos y que se fije cuáles son sus necesidades. Schettino parece no acusar recibo. Se nota que no tiene interés alguno en volver a subir a su crucero. “¿Qué hace ahí? Súbase al barco ya mismo. ¡Es una orden!” le gritó el comandante desde el otro lado de la radio.
– En este momento el barco está inclinado…- trata de explicar Schettino.
– Entiendo. En este momento hay gente bajando por la escalera de proa. Usted haga el camino inverso por esa escalera. Sube y me dice cuántas personas hay y que cosas tienen a bordo. ¿Está claro? Y dígame si hay chicos, mujeres o personas que necesitan asistencia. Y me dice el número exacta de cada una de estas categorías. ¿Está claro? Mire Schettino, usted tal vez se haya salvado del mar pero ahora le va a ir mal de verdad. Yo voy hacer que lo pase muy mal. Vaya a bordo- responde furibundo el comandante De Falco.
Schettino fue condenado a 16 años de cárcel por la Justicia italiana (AFP)
– Comandante, por favor…
– Nada de por favor. Vaya a bordo ahora mismo. Asegúreme que está yendo
– Estoy yendo con la lancha de rescate. Estoy acá, no estoy yendo a ningún lado. Estoy acá.
– ¿Qué está haciendo comandante?
– Estoy coordinando el rescate.
– ¡Qué va a estar coordinando ahí! Vaya a bordo. Coordine el rescate desde ahí. ¿Se está negando?
– En este momento el barco está inclinado…
– Entiendo. En este momento hay gente bajando por la escalera de proa. Usted haga el camino inverso por esa escalera. Sube y me dice cuántas personas hay y que cosas tienen a bordo. ¿Está claro? Y dígame si hay chicos, mujeres o personas que necesitan asistencia. Y me dice el número exacta de cada una de estas categorías. ¿Está claro? Mire Schettino, usted tal vez se haya salvado del mar pero ahora le va a ir mal de verdad. Yo voy hacer que lo pase muy mal. Vaya a bordo
– Comandante, por favor…
– Nada de por favor. Vaya a bordo ahora mismo. Asegúreme que está yendo
– Estoy yendo con la lancha de rescate. Estoy acá, no estoy yendo a ningún lado. Estoy acá.
– ¿Qué está haciendo comandante?
– Estoy coordinando el rescate.
– ¡Qué va a estar coordinando ahí! Vaya a bordo. Coordine el rescate desde ahí. ¿Se está negando?
Las excusas del Capitán
Schettino acorralado seguía sacando excusas (paupérrimas) de la manga. Después de justificarse porque tenían otra lancha delante, intentó enviar a su segundo, al avisar de soslayo que estaba con él. El comandante no podía creer que el segundo tampoco hubiera cumplido con su deber y también trató de mandarlo de nuevo al crucero hundido. “Vayan los dos”, ordenó. Pero la excusa más pueril e increíble de Schettino fue que estaba demasiado oscuro.
De Falco, días después declaró: “Abandonar el barco es más que desertar. Es traicionar el Código Marítimo”.
El barco quedó acostado frente a la isla de Giglio durante dos años. Después de cientos de millones de dólares, lograron enderezarlo y transportarlo al puerto de Génova. Pero no fue reparado (AFP)
Cuando esta grabación se difundió y todos pudieron escuchar como el capitán esquivaba su deber y de qué manera escapó para conseguir un lugar seguro, dejando cientos de pasajeros atrapados en el Costa Concordia, su futuro quedó signado. El impacto sobre la opinión pública fue enorme.
Pocos días después de que todos escucharan esa grabación, el mundo supo sobre Domnica Cemortan. El capitán viajaba con su amante. Ella se convirtió en el personaje más buscado. Cuando la encontraron contó que se habían conocido en un viaje anterior y que a partir de ese momento, ella había participado de varias travesías del Costa Concordia. Siempre como pasajera sin registrar, sin boleto. Como compañía clandestina (en todo sentido) de Schettino. Que cada noche, sin que nadie la viera se deslizaba hacia la cabina del capitán alrededor de las 2 de la mañana. Algunos oficiales declararon, tiempo después, que eso explicaba la cara de sueño y el cansancio de Schettino durante los últimos viajes.
La opinión pública se compadeció de la valiente esposa de Schettino y también comprendió a la joven bailarina moldava que aceptó una oferta casi imposible de rechazar: unos días a bordo de ese hotel lujoso sobre el mar con todo pago y sin restricciones de uso de sus instalaciones. Cuando en el juicio le preguntaron cómo hizo para abordar la nave, ella respondió con toda naturalidad: “Cuando sos la amante del capitán al subir no te piden el boleto”.
El capitán Schettino se convirtió en el gran protagonista de la tragedia. La historia de ninguna víctima opacó la del gran responsable. El juicio tuvo lugar casi tres años después. Generó tanta expectativa que la sala de audiencias se montó en un viejo teatro con capacidad para mil espectadores. El capitán se mostraba relajado y elegante. No cedió en ningún momento su imagen de playboy. Trajes impecables y anteojos de sol, abrigos caros, el pelo con gel brillaba. Cuando le llegó el turno de declarar impidió que la televisión transmitiera en vivo sus palabras.
Capitán, tras las rejas
Se mostró elocuente. Expresó su pesar por la muerte de los 32 pasajeros y se defendió como pudo. Afirmó que él salvó muchas vidas gracias a que con sus maniobras logró acercar la nave averiada a la costa. Y que eso habría facilitado el naufragio. El tribunal lo condenó. Lo encontró culpable de naufragio, homicidio culposo, lesiones, abandono de la nave y por incumplimiento de su deber de informar de inmediato del estrago. La condena fue de 16 años de prisión.
Francesco Schettino cumple su condena en la cárcel de Rebbibia en Roma. Su conducta es ejemplar dijo hace poco la máxima autoridad de la cárcel. El director del presidio lo definió como un preso modelo. Estudia derecho y periodismo. Sus notas son excelentes. Las carreras que eligió no parecen casuales. Cree que el desconocimiento de ambas ramas fue lo que lo hace pasar sus días tras las rejas. Está convencido de que él fue un chivo expiatorio, no se siente responsable. Señaló al resto de los oficiales y adujo que no fue avisado a tiempo. Los cinco que le seguían en la jerarquía del barco acordaron con la fiscalía penas leves que fueron de los seis meses a los dos años de prisión en suspenso. Sus compañeros de reclusión lo quieren. Los ayuda a escribir cartas de amor para sus novias y esposas que los esperan afuera. A veces gana algún torneo de ping pong.
Domnica aprovechó su fugaz fama. Cobró algunas entrevistas, hizo sesiones de fotos y hasta tuvo algún romance con una celebridad menor. Cada tanto debe restringir los comentarios de sus publicaciones en las redes sociales porque alguien le recuerda la tragedia de la que fue parte y le reprocha su frivolidad.
El barco quedó acostado frente a la isla de Giglio durante dos años. Después de cientos de millones de dólares, lograron enderezarlo y transportarlo al puerto de Génova. Pero no fue reparado. Había demasiada tragedia dentro suyo. El Costa Concordia fue desguazado. Mientras lo desarmaban, entre hierros retorcidos, encontraron el cuerpo de Russell Rebello, un camarero indio, la víctima 32, la única que faltaba hallar.