Miércoles, 19 de marzo de 2025
El Mudito Acevedo conoció a la familia del Diez en Esquina y se fue a vivir con el ídolo a los 11 años. Lo acompañó en viajes y momentos icónicos; cuando le preguntan por los trances difìciles “hace como que no entiende”. “Era una historia casi olvidada”, subraya Rolando Vallone, su biógrafo y amigo
A pesar de la montaña de hamburguesas que decoraba la mesa (además, bien regada), la secuencia le dejó el sabor de la injusticia en la boca. Porque cuando Rolando Vallone, anestesiólogo y reconocido vecino de Esquina, Corrientes, azuzó en la cena a Rodolfo Acevedo por sus 30 años como parte de la familia de Diego Maradona, no faltaron presentes en el encuentro, sobre todo los más jóvenes, que no le creyeron. “¿Qué va a vivir con Maradona el Mudito?”, escuchó, y una fuerza que desconocía lo movilizó.
“Por eso me puse a escribir un libro. Era una historia casi olvidada”, le cuenta Vallone a Infobae la génesis de la biografía de su amigo, ”Rodolfo, el Mudo Maradona”. Porque en Esquina, el pueblo en el que nacieron Doña Tota, Don Diego y tres de las hermanas del astro, es el Mudo Maradona. Esas tres décadas como parte del clan se devoraron su apellido original, lo pegaron con orgullo a la leyenda, aunque ahí, en la casita frente al hospital en la que vive junto a uno de sus hermanos, ya no le queden recuerdos físicos de aquellos años; ni una camiseta, un short, un botín, que hoy valdrían a precio tesoro. “Solo tiene las fotos, en una caja de zapatos”, remarca Rolando. Y no por descuidado o ingrato. Por el contrario, desprendido como Pelusa, “fue regalando todo cada vez que volvía a la provincia”.
El Mudito fue el noveno hijo de mamá Alicia, empleada doméstica, quien crió sola a sus herederos. Vivían en la misma propiedad que hoy habita el Mudito en el barrio Hospital, y eran vecinos de Salvadora, o Dora, la abuela del campeón del mundo en 1986 y mamá de Doña Tota, a la que los Maradona, una vez migrados a Fiorito y todavía sin la fama en el bolso del Diez, volvían a visitarla de tanto en tanto.

Allí, en la extinta cancha de tierra de la escuela Sausal, que lindaba con el centro de salud por la calle Antártida Argentina, se armaban picados colosales, en los que Maradona, con el brillo extra que le otorgaba el amateurismo, convocaba multitudes. Cuenta Vallone en su libro que tan bien lo hacía que los vecinos un día hicieron una colecta para comprarle zapatillas, porque jugaba descalzo.
Acevedo, entrador, enseguida se hizo cercano de Lalo y Hugo, los hermanos del ídolo. Y cuando Diego sentó las bases del mito y volvía a Esquina en plan de descanso familiar, Acevedo hacía mandados, llevaba leña, prendía el fuego para cocinar los pescados… “Les había caído simpático”, detalla Vallone. Tenía 11 años cuando Diego y Chitoro le pidieron a la Tota llevarlo unos días a Buenos Aires. “En esos días decidieron dejarlo un tiempito más, después otro tiempito que duró 30 años”, reza la breve, pero emotiva obra de Vallone.
El apodo no es un eufemismo: Rodolfo Acevedo es hipoacúsico. Pero le sobran herramientas para comunicarse. “Cuando te quiere dar a entender algo de Diego hace la seña de un rulito en la cabeza, por la cabellera que tenía en sus inicios. Cuando se refiere a Chitoro, se hace una panza”, describe su biógrafo, que en realidad es amigo de toda la vida de uno de los hermanos del Mudito, y luego terminó trabando relación con el protagonista de la historia.
En la icónica casa de la familia en Villa Devoto le asignaron una habitación y pasó a ser uno más en la mesa. Lo llevaban a la quinta en Moreno, se fue de gira con Boca en enero del 82 por China. Visitó Barcelona, Nápoles y Río de Janeiro invitado por Careca. Estuvo en el festejo íntimo por el título en el Mundial del 86 y en el casamiento en el Luna Park. Compartió vacaciones con todos en el Balneario Marisol y respaldó a Pelusa en su preparación en una estancia en La Pampa para Estados Unidos 94. Incluso, hay un video muy famoso en el que despierta al fantasista con un mate. Y otro en el que, en un partido de fútbol improvisado, oficia de stopper del capitán albiceleste y lo derriba con vehemencia brasileña.

Los Maradona lo trataron como a un hijo más. Él, en contrapartida, daba una mano con quehaceres domésticos, como limpiar la pileta o cortar el pasto. Incluso, lo llevaron a atenderse para ver si podían ayudarlo con su cuadro, que mejoró levemente con audífonos, pero él era rebelde para usarlos. Se dio cientos de gustos bajo la potente luz que irradiaba el mágico futbolista: por ejemplo, conoció y disfrutó de comidas y partidos de fútbol con celebridades como Ricardo Darín, de quien guarda una foto juntos.
Solo le gusta hablar de los recuerdos felices de sus días con Pelusa. Cuando le consultan por los malos momentos, no suelta prenda. “Hace como que no entiende la pregunta”, refrenda el libro con sus historias. Con el correr de los años, los hermanos del astro fueron dejando el nido, cumpliendo el ciclo natural. Y en 2003 el Mudito decidió volverse a Esquina para hacerle compañía a su mamá. Cobra una pensión, se gana unos pesos trabajando como jardinero. Cuando emprendió el regreso al pago, nunca imaginó que no iba a poder despedirse de su amigo.
Es que Pelusa murió en 2020, en plena pandemia de coronavirus. Y no pudo arrimarse al funeral en la Casa Rosada. Sin embargo, el lazo jamás se cortó. En febrero, durante el carnaval, las hermanas de Diego estuvieron en Esquina, en la inauguración de una sala dedicada al Diez y su círculo íntimo en el museo local. El Mudito volvió a mudar de apellido. Y se convirtió en Maradona. Porque apenas se reencontró con su familia del corazón, se pegó como una estampilla, como en los viejos y buenos tiempos.
Incluso un día se apareció con su bicicleta playera amarilla y dos cañas en el hotel donde se alojaron las hermanas del legendario enganche. Y le pidió permiso a una de ellas para llevarse a su hijo al río, para pescar como lo hacía con Diego. Quienes lo vieron, ya no dudaron. En su pueblo, el Mudito volvió a ser Maradona, pero ahora para siempre…









