Si Al-Assad evitó el mismo destino de Muamar Gadafi en Libia o Hosni Mubarak en Egipto fue exclusivamente porque contó con el apoyo de dos aliados muy poderosos: Irán y Rusia. Hezbollah, el brazo militar de los ayatolas para operaciones encubiertas en el exterior, aportó miles de combatientes experimentados, especialistas en guerra sucia, que fueron fundamentales para contrarrestar tanto a grupos islamistas como a rebeldes laicos. A esto se sumaron el armamento y la asesoría militar de los miembros de la Guardia Revolucionaria iraní.
Aún más decisivo fue el apoyo aéreo de Rusia, que bombardeó indiscriminadamente a los grupos que desafiaban al régimen, forzándolos a replegarse. También aportó el armamento y la experiencia militar de sus generales. Todas estas fuerzas combinadas rescataron a Al-Assad de una caída segura.
Si este derrumbe llega ahora es, primero, porque desde hace 2 años y 10 meses Moscú tiene todo su poderío concentrado en Ucrania. Más allá de algunos ataques limitados realizados en los últimos días, ya no estaba en condiciones de brindar el nivel de asistencia que ofreció en el pasado.
Tampoco Hezbollah puede desempeñar el papel que tuvo años atrás. La organización quedó diezmada tras 14 meses de enfrentamientos con Israel, que forzaron al grupo a firmar un cese del fuego el 27 de noviembre para evitar su eventual desaparición. No es casual que haya sido el mismo día en que comenzó la ofensiva de HTS en Siria. La constatación de su derrota fue crucial para que el grupo islamista decidiera avanzar.
Esta guerra deja ganadores y perdedores claros. Identificar quiénes son y entender las razones del resultado es indispensable para anticipar los escenarios que se abren en Oriente Medio.
Ganadores y perdedores
A nivel interno, hay un vencedor evidente, que es HTS. Su victoria entre todas las organizaciones que participaron de esta guerra civil vuelve a demostrar una verdad de hierro en el mundo árabe: no hay fuerza más potente que el islamismo. Es algo que se verifica una y otra vez cuando aparecen distintos grupos desafiando a dictaduras laicas: por más que haya algunos no religiosos que despiertan la simpatía de Occidente porque reclaman democracia y derechos humanos, los que terminan ganando más adeptos son siempre los que buscan organizar la vida política y social a partir de una interpretación muy estricta de la sharia.
Hay algo que los halcones intervencionistas de Washington —que aún sueñan con extender la democracia liberal por todo el mundo— siguen sin entender. Para que un sistema político funcione, tiene que tener arraigo en la cultura, en la forma de ver y entender el mundo de la sociedad en la cual se pretende implantar. Si no, irremediablemente va a terminar fracasando. No es casual que no haya democracias en Rusia, China, ni del mundo árabe. Tiene que ver con que las culturas ortodoxas, sínicas y musulmanas son refractarias a la idea de que la base de la sociedad es el individuo. Y ese es el pilar de cualquier sistema democrático tal como lo conocemos.
Por eso hubo mucha ingenuidad detrás de la celebración de la Primavera Árabe de 2011. Como sabemos, ninguna de esas historias terminó bien. La misma candidez se ve ahora en muchos de los análisis que se hacen sobre los sucesos en Siria.
Es cierto que HTS puede dar lugar a dudas y confusiones. Abu Mohammed Al-Jolani, su líder, exhibe niveles de pragmatismo poco frecuentes entre fundamentalistas. Tuvo la claridad para leer que después del horror generado por ISIS, la única forma de sumar los apoyos necesarios para derrocar a Al-Assad y formar un gobierno que pudiera aspirar a mínimos niveles de aceptación internacional era moderarse.
Lo primero que hizo tras la caída del Estado Islámico fue cambiar el nombre de su organización. El Frente al-Nusra, que era una filial de Al Qaeda, se fundió en HTS, Organización para la Liberación del Levante. Un título desprovisto de cualquier contenido religioso, que hasta evoca a movimientos de izquierda latinoamericanos de los años 70. El paralelismo regional sería la Organización para la Liberación Palestina de Yasser Arafat, que era una fuerza laica. Aunque terminaría siendo superado en adherentes por Hamas, siempre despertó más simpatía en Occidente.
Esa transformación de Al-Jolani la vemos incluso en su aspecto. De dejarse la barba muy larga y vestirse con una túnica tradicionalista y un turbante, pasó a usar un uniforme de fajina color verde oliva, sin turbante y con una barba más prolija. Una imagen que lo emparenta más a Fidel Castro que a Bin Laden.
Más allá de la mutación, no deja de reivindicarse como un líder que busca un gobierno islámico. Lo que revela inteligencia política: la intención es conservar a las bases más radicalizadas, al mismo tiempo que busca aliados y reconocimiento internacional.
Si miramos los ganadores externos, el primero es Israel. A 14 meses del horror del 7 de octubre de 2023, el mayor ataque sufrido por el Estado desde su creación y por el pueblo judío desde el Holocausto, hoy podemos decir sin miedo a equivocarnos que está en una posición mucho más consolidada que antes del pogrom. Es algo que nadie imaginaba, ni siquiera los sionistas más convencidos. Pero Israel es más fuerte en este Oriente Medio que en el que llevó a aquel horror.
Para empezar, es uno de los grandes responsables de la caída de Al-Assad. No tanto por el apoyo a grupos dentro de Siria como por sus ataques permanentes al corredor armado durante años por Irán para abastecer a Hezbollah en el Líbano a través de territorio sirio. Y, fundamentalmente, por cómo diezmó a Hezbollah tras meses de combates que dejaron a la organización reducida a un 30% de su capacidad, sin posibilidad de asistir a Damasco.
La caída de un aliado tan importante de Teherán y la perspectiva de un gobierno suní en Siria, que esté naturalmente enfrentado con el chiismo iraní, parecen problemas sin solución para los ayatolas. Desde ahora, la Guardia Revolucionaria no va a poder seguir usando a Siria como plataforma para nutrir a sus brazos terroristas y hacer operaciones contra Israel.
Al mismo tiempo, las Fuerzas de Defensa de Israel están consolidando su posición sobre los estratégicos Altos del Golán. Este territorio que separa a Siria de Israel fue capturado en 1967, durante la Guerra de los Seis Días. Por allí atacó Siria como parte de la coalición de países árabes que lo invadió después de su creación en 1948. Tras la Guerra de Yom Kippur en 1973, cuando Siria y Egipto tomaron por sorpresa a Israel y lo forzaron a un repliegue, se acordó crear un área desmilitarizada en el extremo este de los Altos del Golán para que los dos ejércitos no estuvieran cara a cara. Sobre esa zona avanzaron ahora las tropas israelíes.
El argumento es que era un acuerdo alcanzado con el estado sirio, que hoy ha quedado disuelto. El objetivo es tomar posiciones de manera preventiva, para evitar que grupos hostiles puedan decidir aprovecharse del caos generado. Es la misma razón por la que realizó en los últimos días más de 300 ataques aéreos que redujeron en un 80% lo que quedaba del arsenal y del equipamiento militar sirio. Israel sabe que las probabilidades de que vuelva a tomar el poder un gobierno hostil son muy altas.
El otro gran vencedor externo es Turquía. La primera razón es que la guerra civil había empoderado a milicias kurdas que aprovecharon la caída de Al-Assad para avanzar en su histórico reclamo de tener un territorio propio. En esa búsqueda contaron con el apoyo de Estados Unidos, que los vio como los aliados más potables para llevar adelante la lucha contra el Estado Islámico en el terreno. Si bien son musulmanes, no promueven un islamismo radical.
Eso era intolerable para Turquía, que también tiene una minoría kurda sojuzgada y liderada por el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, que es una organización terrorista, responsable de numerosos atentados en los últimos años. El presidente Recep Erdogan consideró necesario intervenir para contrarrestar la amenaza de tener a kurdos armados en su frontera sur. Eso lo llevó a financiar directamente a varias milicias que lograron ocupar toda una franja del territorio fronterizo.
Pero ahora, viendo la debilidad de dos rivales históricos como Irán y Rusia, se dio cuenta de que podía aspirar a más. Así que apoyó de muchas maneras a HTS en su cruzada contra Al-Assad. Su caída no sólo le abre la posibilidad de tener un aliado mucho más decidido en la lucha contra los kurdos, sino que le permite poner un freno a Irán y acercarse al sueño de recrear los tiempos del Imperio Otomano, cuando los turcos dominaron a todo el mundo musulmán.
En cuanto a los perdedores, es evidente que la peor parte se la lleva Irán. La relación con la familia Al-Assad era muy antigua, surgida naturalmente del hecho de que pertenecen a la misma rama dentro del Islam, que es el chiismo. Los Al-Assad pertenecen a la minoría alauita, que es parte de esa familia religiosa. En cambio, la mayoría de la población siria es suní.
Así que el régimen siempre consideró importante la asistencia iraní en materia de economía y defensa, sobre todo cuando el imperio parecía derrumbarse al comienzo de la guerra civil. Teherán perdió una ficha que le permitía atacar directamente a Israel y, como dijimos, abastecer a Hezbollah, su principal brazo para operaciones terroristas.
El otro perdedor es Rusia. Putin intervino en 2015 para rescatar al dictador al que ahora le dio asilo para defender las bases estratégicas que tiene en el país. Principalmente, la base naval de Tartús, que le permitía a la Armada rusa tener salida directa al Mediterráneo. El Kremlin está tratando de negociar con emisarios de HTS para que le permitan seguir utilizándola. No será fácil. Es un puerto muy cercano a aguas turcas, así que Ankara va a hacer todo lo posible por echar a los rusos.
Sin Al-Assad, Moscú pierde influencia en Oriente Medio de forma dramática, lo que le quita peso en cualquier discusión sobre lo que suceda en la región, que siempre tiene impacto global. Uno de los tantos costos que está pagando por la guerra en Ucrania, a la que tuvo que dedicar todos los recursos para asegurar una victoria.
Dos escenarios
La escena está dominada hoy por HTS y Al-Jolani, quienes designaron este martes a Mohammed al-Bashir como primer ministro del gobierno de transición en Siria. Este ingeniero electrónico de 41 años, graduado en leyes islámicas por la Universidad de Idlib, se unió a la resistencia contra Al-Assad en 2011. En 2019 pasó a formar parte del Gobierno de Salvación Sirio, nombre que Al-Jolani dio a la administración local que estableció en la provincia de Idlib, en el noroeste del país, una zona que nunca fue recapturada por las fuerzas leales al régimen. Inicialmente, ocupó el cargo de ministro de Desarrollo, y en enero de este año fue nombrado primer ministro.
Designar autoridades civiles para encargarse de la administración pública es una práctica habitual en movimientos insurgentes islamistas que logran controlar un territorio. Así los verdaderos líderes no asumen la responsabilidad directa sobre la gestión, aunque toman todas las decisiones importantes.
El primer escenario hacia adelante es que este gobierno de transición logre tomar el control total de Siria y siente las bases para la fundación de un nuevo estado. Según lo que Al-Jolani ha planteado en sus últimas intervenciones, sería islámico, con una fusión entre las autoridades civiles y religiosas, tal como ocurre en otros lugares de Oriente Medio. La forma definitiva que adoptaría está por verse: podría parecerse más a un emirato o a una república islámica. Hay muchas dudas sobre el grado de radicalización de ese eventual régimen.
Podría seguir el camino de los talibanes, quienes antes de retomar Kabul prometieron un gobierno más moderado que el de su etapa anterior, pero terminaron restableciendo normas oscurantistas que, entre otras cosas, dejaron a las mujeres sin posibilidad de trabajar, educarse o participar en la vida pública. O, como jura Al-Jolani, podría avanzar hacia un régimen menos extravagante y violento, con cierta tolerancia hacia las minorías.
Lo que sabemos por ahora es que el gobierno local en Idlib ha sido extremadamente autoritario. Más allá del gobierno formal, todo el poder lo ejercen los combatientes de HTS, y cualquier forma de disidencia o protesta es duramente reprimida. También es verdad que hay espacios de convivencia con grupos minoritarios. ¿Pero es por convicción o para mostrarse mejores antes de tomar el poder a nivel nacional? No lo sabemos. Pero incluso aunque haya una vocación genuina de Al-Jolani, hay sectores muy radicalizados que lo apoyan y que presionan por la implementación plena de la sharia.
Mucho antes de zanjar esa cuestión, HTS tiene que lograr algo que, hasta ahora, parece muy lejos de alcanzar: el control territorial de un país fragmentado desde hace 14 años. Primero, esto implicaría mantener el apoyo de Turquía e incorporar a las milicias que controla directamente para ocupar una franja en el norte del país.
Después, debería derrotar a las poderosas fuerzas kurdas, que controlan una porción significativa de territorio en el nordeste y que durante años contaron con el apoyo de Estados Unidos. Ese respaldo se desvanecerá a partir del 20 de enero, ya que Donald Trump anticipó que no jugará ningún papel en este conflicto. Pero someter a los kurdos, al mismo tiempo que resiste los intentos de Irán de recuperar el terreno perdido a través de sus propias milicias que operan en distintos puntos del país, será extremadamente difícil. A esto se suma el desafío de enfrentar los embates de grupos incluso más fundamentalistas, como algunos remanentes de ISIS y Al Qaeda.
HTS enfrentará también el reto de obtener cierto reconocimiento internacional. Ya se está moviendo para conseguirlo. El gobierno de Israel y la administración Biden dijeron que están a la espera de los primeros pasos que den en la reorganización del país. Es decir que no descartan la posibilidad de aceptarlo, a pesar de su origen terrorista.
Si este complejo rompecabezas no se resuelve y las fuerzas centrífugas terminan por imponerse, como ha ocurrido en Siria durante años, entramos al segundo escenario: la continuidad del conflicto y la inestabilidad.
Una posibilidad es que durante un tiempo indeterminado se mantenga un equilibrio precario, como el que hubo entre 2020 y 2024. La diferencia es que el grupo dominante no sería el régimen de Al-Assad, sino el gobierno encabezado por Mohammed al-Bashir. Este escenario se caracterizaría por tensiones constantes con los kurdos y otros grupos islamistas que no se plieguen al nuevo orden, enfrentamientos aislados y la amenaza siempre latente de un estallido. Siria seguiría siendo un estado fallido y un foco de tensiones y de operaciones extranjeras de diverso tipo.
Este escenario podría ponerse aún peor si deriva en un recrudecimiento de la guerra civil. No es lo más probable por ahora. Pero lo será en algún momento si el gobierno de transición no consigue asentarse.
¿Qué es lo que más le conviene a Oriente Medio y al orden mundial? Que Siria vuelva a ser un país en donde el estado detenta el monopolio de la violencia legítima. Solo así dejaría de ser una usina para organizaciones terroristas.
Lo ideal desde la perspectiva occidental sería un gobierno alineado con Turquía, adoptando un islamismo fuerte, pero sin llegar a los extremos barbáricos de los talibanes. Si emula el pragmatismo de Erdogan y de la mayoría de los monarcas islámicos, podría hasta volverse un factor de cooperación con Occidente cuando sea necesario. Además, sería un dique de contención frente a Irán, que sigue siendo la fuerza más desestabilizadora de la región.
De lo contrario, Siria continuará siendo la guerra donde se cruzan todas las guerras. Y la mayor catástrofe humanitaria del mundo.