Domingo, 04 febrero 2024
Ernesto Rodríguez fue capturado el 23 de diciembre de 2003 al salir de su casa. Su hijo, novio de Susana Giménez en esa época, se puso a buscarlo con una idea: no pagar rescate. La tarea de los fiscales Sica y Quiroga. La banda que integraba “El Negro Sombra” y otros peligrosos delincuentes. Los insólitos lugares donde dejaron las pruebas de vida. El rescate del Grupo Halcón. La palabra de Jorge Rodríguez. Y el sufrimiento del hombre de 74 años durante su cautiverio
Foto que tomó la Policía Bonaerense en el momento de la liberación de Ernesto Rodríguez el 4 de febrero de 2004, luego de permanecer 43 días secuestrado, publicada por la revista Gente en febrero de 2004
El hombre, de 74 años y enfermo cardíaco, se aferraba al último puñado de esperanzas. Tenía la muñeca izquierda y el tobillo derecho encadenados a una cama de madera, y los ojos vendados con una bandana. Estaba demacrado después de 43 días de cautiverio a pan y agua, que le dejaban en el piso y debía competir con las ratas para comer, cuando comía. Un verdadero calvario. Quienes lo tenían secuestrado solían golpearlo, lo amenazaban con cortarle los dedos, con picanearlo con un cable eléctrico que le pasaban por las piernas. Tampoco lo dejaban ir al baño: tenía un tacho de pintura de 20 litros para hacer sus necesidades, que con suerte le cambiaban cada cuatro días. Mucho menos le permitían asearse, y el calor del verano hacía sofocante el cerrado lugar donde se hallaba: se sentía maloliente, barbudo, lo habían picado los mosquitos y otros insectos que lo rodeaban. No podía saber dónde se encontraba exactamente, pero en los escasos momentos que no lo aturdían con música a todo volumen, podía adivinar el sonido de las gallinas, de alguna lluvia sobre un techo de chapa, de la pisadas sobre la tierra. En la madrugada del 4 de febrero de 2004 se sobresaltó al escuchar unos pasos presurosos que se acercaban. Sintió que una mano pesada le quitaba la venda y la frazada mugrienta que lo tapaba. Atinó a decir “yo soy Rodríguez”. Su salvador, un efectivo de la DDI de La Matanza, lo tranquilizó y se comunicó por radio con sus superiores: “Tenemos a la víctima asegurada”.
Luego escuchó disparos a 15 metros del galpón donde estaba. Fueron cinco minutos apenas. El cese de la balacera entre el Grupo Halcón y los secuestradores significó el final de la pesadilla para Ernesto Rodríguez, el padre del empresario Jorge “Corcho” Rodríguez, famoso por ser, por esos años, pareja de Susana Giménez. Los efectivos de la división de élite de la Bonaerense, que desde las cuatro de la mañana estaban listos para actuar, habían rodeado la casa donde se guarecían los malhechores. En una habitación sorprendieron durmiendo a tres: Walter Silva, Horacio Abel “Lala” López y Daniel “Chelo” Fabra Señorans, el dueño del predio de cuatro hectáreas del kilómetro 97,5 de San Andrés de Giles sobre la ruta 7 donde se hallaban, quien años antes había recibido un subsidio provincial para instalar allí jaulas para criar conejos. Cuando derribaron la puerta de otra habitación los sorprendió una lluvia de balas de FAL, que hirieron al sargento Marcelo Gómez y al suboficial principal Francisco Ríos. Los evacuaron y otros efectivos regresaron al instante. En el intercambio de disparos fueron muertos dos delincuentes: Jorge Luis “Jeta” Medina y Juan José “Potro” Villegas.
Cuando todo acabó, Ernesto Rodríguez caminó con dificultad fuera del galpón. Cerró los ojos, enceguecido por la luz que no veía desde el 23 de diciembre del año anterior. A las 8.10 de la mañana llegó su hijo, y se emocionó: “Sabía que me ibas a encontrar. Nunca dudé que me estaban buscando”. Luego se sentó en el asiento del acompañante del BMW negro del empresario y bebió lentamente un Gatorade. La enumeración de padecimientos que hizo el doctor Alfredo Cahe, que lo trató en la clínica Sacre Coeur al recuperar la libertad, refleja la brutalidad con que lo trataron: tenía un cuadro de “arritmia, deshidratación y un descenso de entre 12 y 14 kilos del peso que tenía previo al secuestro, y al mismo tiempo un cuadro urinario prostático con dificultades para orinar y evacuar, un cuadro de gastroenteritis y una conjuntivitis. Además, dermatosis en su piel, provocada por piojillos y excrementos de animales. Durante su cautiverio fue medicado en forma discontinua y, como tenía los ojos vendados, no distinguía qué medicamento tomaba”.
La chacra de San Andrés de Giles donde estuvo cautivo Ernesto Rodriguez
Desde la finca, poco después, salieron tapados otros detenidos. Algunos, vecinos del lugar, fueron liberados cuando se supo que no tenían nada que ver con el secuestro.
El sexto componente de la gavilla ya estaba detrás de las rejas desde el 21 de enero a las diez de la noche, cuando la policía y la SIDE lo capturó por otro delito a bordo de un Peugeot 504 blanco y con documentación falsa: se trataba de Sergio Orlando Leiva, conocido por uno de los mejores apodos que tuvo alguna vez un delincuente: “El Negro Sombra”. Su detención fue clave para resolver el caso.
En la granja del horror, la policía secuestró -según consta en la elevación a juicio de los secuestradores- varias armas: un Fusil Fal 308 Match de origen Belga con cargador y veinte cartuchos calibre 7,65; una pistola marca Pietro Beretta calibre 9mm con numeración suprimida y cargador colocado con 12 cartuchos intactos (uno de ellos con punta hueca) y varios cargadores más y 37 cartuchos de distintos calibres. Además, varios vehículos, algunos de lujo: una camioneta Dodge Dakota, una Ford F-100, un automóvil Alfa Romeo, otro Renault Laguna, un Ford Focus gris y una motocicleta Suzuki. Además, siete teléfonos celulares, medicamentos, jeringas, agujas, algodón y guantes de látex. Y también un televisor con sistema de Direct TV que, se supo más adelante, fue pedido el 6 de enero por Graciano Fabra, padre de uno de los detenidos, e instalado por el empleado de esa empresa Hernán Fraiese, mientras Rodríguez estaba secuestrado a pocos metros.
Lo curioso es que once días más tarde, el 15 de febrero, hallaron el resto del poderoso arsenal escondido bajo tierra: en un bolso de tela negra había cinco chalecos antibalas, una pistola ametralladora calibre 9mm marca Halcón, otra ametralladora PAM, 87 proyectiles intactos calibre 7,72 y dos pares de esposas.
Otra terrible imagen de Ernesto Rodríguez a punto de ser liberado que publicó la revista Gente en febrero de 2004. Estaba atado con grilletes a la cama
El secuestro
La vida de Ernesto Rodríguez se hizo pública, a su pesar, cuando su hijo conoció a Susana Giménez. De Villa Martelli casi toda su vida, Ernesto siempre se consideró a sí mismo como “un laburante de clase media”. Casado con Nélida Rodríguez, padre de tres hijos (dos mujeres y Jorge, el del medio), cuando éstos eran chicos armó un taller metalúrgico en el fondo de su casa. Cuando los 90 despuntaban, Nélida murió y Ernesto fundó una fábrica de refrigeración que se fundió en 1997. Corcho, para esa época, se había asociado al ex montonero Rodolfo Galimberti y a Jorge Born en Hard Communication y al poco tiempo comenzó a salir con la diva. Cuando su papá se enteró, en la revista Gente contaron su reacción: “Como padre me siento orgulloso, pero en lo personal estoy muy asustado ya que de alguna manera me veo involucrado en este torbellino”.
El 23 de diciembre de 2003, Ernesto salió de su quinta El Despertar en General Rodríguez a las 7.30 de la mañana a bordo del auto de su hija, un Volkswagen Polo blanco, en compañía de su segunda esposa, Irma Calcagno. Iba a hacerse unos estudios cardíacos. Cerró el portón de hierro que él mismo había fabricado y arrancó por la calle Puerto Pirámides hacia la colectora de la Autopista del Oeste, a la altura del kilómetro 49,5. No estaba alerta, aunque su esposa le había comentado que en el barrio, tranquilo y de calles de tierra, desde hacía alrededor de un mes merodeaba un automóvil deportivo verde metalizado, y que el día anterior lo había vuelto a ver. El Alfa Romeo secuestrado a los captores era de ese color.
Segundos después, una motocicleta de alta cilindrada pasó a su lado a toda velocidad. Y casi de inmediato, un Renault Clío gris los interceptó. A bordo iban cuatro personas. Ese automóvil pertenecía a una mujer llamada Cristina Cáceres, y se lo habían robado el 8 de diciembre de ese mismo año cuando volvía de madrugada de un recital de Luis Miguel en Vélez. Tenían el rostro cubierto, usaban guantes de látex y les apuntaron con armas. Los hicieron pasar al asiento de atrás y dos de ellos se hicieron cargo del vehículo.
Luego de un breve recorrido, bajaron a Irma Calcagno del automóvil y cambiaron el vehículo donde llevaban a Rodríguez. En un Fiat Palio gris lo trasladaron a una vivienda. Allí estuvo cautivo hasta el 26 de diciembre de 2003. Ese día, vendado y atado, lo volvieron a cambiar de escondite. Esta vez fue el definitivo, una finca rural ubicada en el kilómetro 96,5 de la ruta 7, en la localidad de San Andrés de Giles.
Uno de los detenidos el 4 de febrero de 2004 deja la chacra de San Andrés de Giles llevado por la policía
Ese 23 de diciembre, lejos de allí, en la chacra Yellow Rose de Punta del Este, Jorge “Corcho” Rodríguez se levantó a media mañana para despuntar una de sus pasiones: el motociclismo. Se calzó un casco que había comprado en Daytona Beach, Estados Unidos, y montó su Harley Davidson. A las 10.20 sonó su celular. Según consta en el expediente judicial, ese mismo día recibió la primera llamada extorsiva, en la que le exigieron la suma de “900 mil”, sin especificar si querían dólares, euros o pesos. El teléfono celular con el que se comunicaron era el de su padre.
Lo primero que hizo fue llamar a un amigo muy relacionado con gente de seguridad. Lo segundo, comunicarse con Susana Giménez. Le pidió que se mantuviera al margen mientras el drama se desarrollaba. No se volvieron a ver ni siquiera en Navidad. La diva estuvo recluida primero en su casa del Barrio Parque de Buenos Aires en compañía de su hija Mercedes, y a pesar de sus protestas, el sábado siguiente tomó un vuelo hacia los Estados Unidos. Allí, permaneció, como le pidió Corcho, en su mansión de Fisher Island.
La noche del secuestro, Rodríguez tenía agendado un asado con empresarios extranjeros. Dejó en su lugar a personas de confianza y voló a Buenos Aires en un avión privado. A las 14.40 aterrizó en Aeroparque y se instaló en la quinta de su amigo Hugo Franco, por entonces un diputado allegado a Aldo Rico, en el Gran Buenos Aires. Él fue quien le aconsejó que hiciera la denuncia.
Rodriguez, luego de su liberación, sale de la fiscalía acompañado por su esposa Irma Calcagno y el doctor Alfredo Cahe
La investigación recayó en los fiscales Jorge Sica y Pablo Quiroga, que la justicia provincial ubicó al mando de la Unidad Fiscal para las Investigaciones de Secuestros Extorsivos, que prácticamente debutó con este resonante caso. Pero al margen de las averiguaciones oficiales y la confianza que sentía en los fiscales, Jorge Rodríguez inició por sus propios medios la búsqueda del padre. Con su socio en Hard Communication, él para esa época fallecido Rodolfo Galimberti, eran dueños de Universal Control, una agencia de seguridad e inteligencia con sede en Washington formada por ex agentes de la CIA y el FBI. Y convocó a dos equipos de ambas agencias norteamericanas para investigar por su cuenta.
El 4 de enero de 2004, Jorge Rodríguez recibió la primera de las pruebas de vida que exigió. Lo llamaron para decirle que la fuera a buscar al cementerio de Boulogne. Allí, los malvivientes dejaron un microcassette TDK de 60 minutos, con un breve mensaje de su padre. Luego supo que cuando se negaba a decir lo que ellos querían, lo amenazaban con “cortarlo en pedacitos”.
La segunda prueba de vida se produjo el 17 de enero. En esta ocasión, la banda de secuestradores fue más allá: con suma audacia, la dejaron en un patrullero descompuesto y abandonado a metros de la Comisaría de Garín. En esa cinta, Rodríguez le pidió a su hijo que pague 300 mil dólares por su rescate.
Jorge Rodríguez siguió día a día las alternativas del secuestro de su padre, seguro que lo iba a encontrar con vida (Télam)
El desenlace
Lentamente, la madeja del secuestro se fue deshilvanando. Los fiscales trabajaron con 44 líneas de investigación. Una de ellas la aportaron hombres de Inteligencia, quienes señalaban que Leiva estaba detrás de otro secuestro, el de un especialista en electrónica naval que tenía un comercio náutico. Leiva, “El Negro Sombra”, tenía un talón de Aquiles: no sabía manejar. Así que para sus movimientos habituales utilizaba un remis. Desde la fiscalía interceptaron las llamadas de la remisería del Barrio San Pablo, donde paraba el malhechor, y al mismo tiempo cruzaron las llamadas entre éste y “El Jeta” Medina. También estaban en la mira “Lala” López y “El Potro” Villegas por otros dos secuestros, los de Pablo Belluscio y Mirta Fernández: ambos habían sido mutilados mientras estaban en cautiverio. Además, la justicia tejió la complicada red de contactos entre los delincuentes y cómo unos se habían visto con otros -algunos en el lugar donde estaba Rodríguez- y habían hablado por teléfono.
Entre los numerosos testimonios que recolectó la justicia, figura en el documento de elevación a juicio el de un testigo, quien “expuso que por comentarios de Sergio Orlando Leiva ‘sabe que el hecho lo habrían cometido un tal Lala y el Jeta Medina…’, y que ‘…el Negro Sombra fue con ellos a levantar a Rodríguez el día anterior (22/12/03) pero no pudieron hacerlo”, sin especificar por qué. Al día siguiente, dijo el testigo, “el Negro Sombra no pudo ir porque estaba enfermo, y que por eso estaba enojado y quería que ‘Jorge’ (Medina) y los otros le dieran su parte en el hecho”.
Sergio Orlando Leiva, el «Negro Sombra», y Horacio «Lala» López, dos de los condenados por el secuestro de Ernesto Rodríguez
El castillo de los secuestradores se derrumbó luego de la detención de Leiva. Un ex secuaz del Negro Sombra en libertad condicional habría dado información que llegó a oídos del diputado Mario Cafiero. Y así, en poco tiempo la justicia dio con el lugar exacto donde tenían cautivo a Rodríguez.
Todos los detenidos en el operativo, excepto el uruguayo Fabra Señorans (el único que confesó su participación en el hecho), tenían un frondoso prontuario. Lo increíble -o no, dando apenas un pantallazo a la inseguridad en los 20 años que transcurrieron- son las chances que la propia justicia les dio para reincidir. Villegas había sido condenado a 12 años de prisión por robo calificado y el 17 de octubre de 1996 había ingresado a la Unidad 5 de Mercedes. Luego lo trasladaron a la Unidad 7 de Azul. Fue liberado y volvió a delinquir: lo encarcelaron por homicidio simple y robo calificado de automotor. Recuperó la libertad bajo caución juratoria el 6 de octubre de 2002. Medina -mano derecha del “Negro Sombra” y de quien sospechaban que era el negociador con Jorge Rodríguez- ingresó a la Unidad 1 de Olmos el 1 de septiembre de 2000 por robo calificado por el uso de armas de guerra. El Tribunal en lo Criminal 1 de San Isidro lo liberó el 2 de enero de 2001. Al poco tiempo cayó por homicidio y fue a dar a la Unidad 31. Recuperó la libertad el 10 de octubre de 2003. López estuvo preso en la Unidad 3 de San Nicolás desde el 4 de marzo de 1998 por robo calificado. Salió bajo caución juratoria el 17 de enero de 2000 por orden de la Sala I de Garantías en lo Penal de San Isidro: le solicitaron “no consumir bebidas alcohólicas y no cometer delitos”. Silva fue encarcelado por homicidio en ocasión de robo desde el 24 de marzo de 1998 en la Unidad 24 de Florencio Varela. Luego lo llevaron a la Unidad 31 y el 10 de octubre de 2002 lo excarcelaron. Como a López, la Sala III de Apelaciones le pidió no beber y no delinquir. Y además, “adoptar oficio, arte industria o profesión”. Leiva, por su parte, nacido el 7 de enero de 1969 en San Isidro, tuvo dos condenas antes de este episodio. Condenado por tenencia de arma de guerra y robo calificado, pasó por la cárcel de Olmos y aguardaba que la justicia se expidiera por un cuádruple homicidio cuando sucedió el secuestro de Rodríguez.
Leiva, el Negro Sombra, en una imagen reciente
Luego de la liberación, este periodista pudo entrevistar a Jorge Rodríguez. Reveló las palabras que su padre le dijo cuando se reencontraron: “Rezaba para que no pagaran, porque era darle más plata a estos tipos para que cometan delitos como este”. Él completó el concepto: “Por eso no pagué, y jamás pensé en hacerlo”. Y si antes del secuestro se decía que entre ambos había una relación distante, explicó que esa situación límite había limado cualquier aspereza: “Napoleón le decía a sus hombres que en la paz podrían estar dispersos, pero en la guerra, todos unidos. Mi papá tiene su vida, yo la mía. Quizás no esté con él todos los fines de semana en su quinta, pero no quiere decir que no nos veamos”. Pero dejó en claro su admiración por él: “La peleó. Lo que destruye a un ser humano es entregarse, y ni mi papá ni yo nos entregamos”. Y amplió: “Se preocupaba por guardarse la mitad del pan por si al otro día no comía, tomaba agua y la racionaba porque el calor, ejercitaba las piernas para la circulación porque pensaba en escapar y hasta calculaba para qué lado tirarse y protegerse con la cama si había un tiroteo”. Para él, lo más duro de esos 43 días, sin dudas, fue escuchar los cassettes con las pruebas de vida: “El secuestro es un acto de cobardía enorme, de miserables. Cuando los escuchaba sentía bronca, sabía que a mi papá, bajo torturas, le estaban haciendo decir eso”. Y las enumeró: “Le ponían una tijera diciéndole que le iban a cortar los dedos, un cable con corriente y le tocaban la pierna, le pegaban…”. Tuvo un enorme reconocimiento hacia los fiscales: “Se los dije: ‘ustedes pasaron la línea de la función, sentí que estaban buscando a su padre’”. Su gran temor era cómo iba a manejar Ernesto la parte emocional. Quizás el 9 de febrero, cinco días después de su liberación, tuvo la primera respuesta: su papá fue hasta el hospital Churruca para fundirse en un abrazo con el sargento González, uno de los miembros del Grupo Halcón heridos en el operativo de rescate.
Recién en 2017, la banda fue juzgada por el Tribunal Oral Criminal Federal 1 de San Martín. En la sentencia, Sergio Leiva y Horacio López recibieron 15 años de prisión por su participación en el secuestro. Walter Silva, por su parte, recibió 13 años y seis meses de cárcel. Y Daniel Fabra Señorans, 8 años como partícipe secundario.
Un año después, el 25 de septiembre de 2018, Ernesto Rodríguez murió. Tenía 89 años. Y llegó a ver a sus secuestradores condenados y tras las rejas.